MODELO ECONÓMICO DEL SIGLO XIX FRENTE AL MODELO ECONÓMICO DEL SIGLO XXI

En esta entrada voy a analizar los cambios que se han ido dando a través de los dos siglos en la economía, condiciones laborales, etc...
El modelo del sistema económico del siglo XIX era más rígido, más estable, más estable, menos cambiante, pero que con el tiempo tienden a fracasar. 
En cambio, el modelo del sistema económico del siglo XXI es más líquido, fluctúa más, es más reconfigurable y tiene más funciones, todo ello hace que este modelo se encuentre en constante evolución y asuste ante el desconcierto de cómo evolucionará.
¿Cuál es el punto de partida de este nuevo modelo? se puede tomar como punto de partida de este modelo la transformación de las nuevas tecnologías (internet, transformación digital), lo que ha producido, a su vez, otras consecuencias a nivel mundial como el cambio climático, crecimiento de la deuda, desempleo, globalización,... y esto ha dado lugar a una serie de retos que ahora plantea este modelo como son: la productividad, renta básica universal, economía del bienestar y la economía colaborativa.
Y, como dije en una entrada anterior, nuestra economía actualmente se mueve en entornos VUCA pero que con el tiempo este concepto va a tender a desaparecer para surgir otro denominado BANI, ya que la inestabilidad es cada vez mayor.

Las condiciones laborales en el siglo XIX

El número de horas de trabajo de los obreros en la Europa del siglo XIX fue muy variable, y sus condiciones laborales muy precarias, en función de la actividad desarrollada. En las fábricas la duración de la jornada podía llegar a las quince horas. La duración de la jornada fue disminuyendo a lo largo del siglo XIX. Hacia 1870, los obreros ingleses trabajaban como media unas doce horas diarias y con pocos días de descanso. En la década de los años ochenta, la jornada se fue rebajando hasta las diez o nueve horas. Una de las grandes reivindicaciones de las organizaciones obreras durante todo el siglo XIX y los primeros años del siglo XX fue la jornada de ocho horas de trabajo, seis días a la semana. En algunos países de Europa se tardaron décadas en conseguirlo. 
El trabajo en fábricas se hacía en condiciones degradantes, ambiente insano, accidentes frecuentes, empleo indistinto de hombres, mujeres y niños. Bajos salarios, hambre y enfermedades infecciosas y sociales (alcoholismo, enfermedades venéreas,...) Analfabetismo generalizado, 69% hombres y 92% mujeres.
Mujeres y niños constituían una buena parte de la mano de obra de la época de la Revolución Industrial. En el año 1839, la mitad de la clase obrera británica estaba constituida por mujeres. En el inicio de la década de los años cincuenta, se sabe que trabajaba el 28% de la población comprendida entre los 10 y 15 años.

Los salarios eran muy bajos y muy ajustados para satisfacer las necesidades básicas de los trabajadores. El trabajo infantil estaba mucho peor remunerado, lo mismo que el de las mujeres, que percibían alrededor de la mitad del salario de los hombres. A partir de los años cincuenta, los salarios tendieron a subir, especialmente para los obreros cualificados, pero el nivel de vida de los trabajadores continuó siendo muy bajo.
En las zonas industriales se pensó que sería conveniente que las viviendas de los trabajadores estuvieran cerca de las fábricas. Así surgieron los barrios obreros, con edificios de dos o tres plantas al principio, pero que aumentaron progresivamente en altura y volumen, a la vez que se extendían por los suburbios de las principales ciudades. Los barrios obreros crecieron de forma desordenada, sin que los poderes municipales se preocupasen de atender a los servicios como eran el trazado ordenado de calles, alumbrado público, conducción de aguas, alcantarillas, basuras, etc. Las calles y patios estaban muy degradados por el amontonamiento de basuras y desperdicios. Al no haber desagües, las aguas sucias se estancaban. Esa situación, unida al hacinamiento y la mala ventilación, aumentaban el peligro de infecciones. El interior de las viviendas era muy pobre, con pocas habitaciones, siendo frecuentes las cocinas y letrinas comunitarias.
Las primeras etapas de la industrialización trajeron consigo unas pésimas condiciones de vida para los obreros. A finales del siglo XIX su situación mejoró en cierta medida, en parte debido al descenso de los precios agrícolas y también gracias a las conquistas sociales, y a una mayor preocupación de los poderes por la situación de los obreros, temerosos de la fuerza del movimiento obrero.
En relación con la dieta, el alimento principal siguió siendo la harina en forma de pan o de gachas, y la patata, que se difundió de forma extraordinaria hacia la mitad del siglo XIX. El consumo de carne, frutas, verduras y pescado fue, en cambio siempre muy escaso. El gasto en vestidos era muy reducido. La indumentaria del trabajador se diferenciaba claramente de la de los burgueses: la blusa y la gorra eran elementos distintivos de los hombres; y un vestido largo, era el atuendo de las mujeres.
El centro de ocio de los obreros era la taberna, único lugar que permitía relacionarse fuera del trabajo. Este hecho, junto con las duras condiciones labores, tuvo mucho que ver con el alto grado de alcoholismo existente entre las clases trabajadoras. El movimiento obrero intentó mejorar el ocio de los obreros a través de nuevos centros como las casas del pueblo, donde además de reunirse para debatir sobre aspectos laborales y políticos, se podía encontrar una alternativa a la taberna con clases, charlas, teatro, biblioteca, etc..
La disciplina laboral era muy rígida, de tal modo que los obreros podían ser despedidos en el momento en que el empresario quisiera. Los castigos y las penalizaciones eran también frecuentes. No existía ningún tipo de legislación laboral que regulara el trabajo o garantizase alguna protección en caso de enfermedad o accidente.

Las primeras leyes reguladoras del trabajo se hicieron en Gran Bretaña en 1833, año en que se promulgó la Factory Act. Por su parte, Prusia estableció las primeras leyes laborales en 1839, Francia en 1841 y los EE.UU. en 1848.
En España, la norma laboral básica que regula los derechos y obligaciones del trabajador es el Estatuto de los Trabajadores, fue aprobado en 1980 y el último texto fue refundido por Real Decreto Legislativo de 1/1995 de 24 de marzo.

La transformación del mundo del trabajo en el siglo XXI

En el campo de las relaciones laborales el debate sobre el futuro del trabajo ha comenzado y, dependiendo de cada dimensión específica, muchos aportes y reflexiones van apareciendo casi diariamente. En cada una de ellas hay una dosis de difícil predicción, en tanto los escenarios futuros son inestables y volátiles, principalmente por las constantes fluctuaciones económicas, los movimientos del capital financiero internacional, la reorganización de las cadenas de valor a nivel mundial, las transformaciones demográficas y los procesos de cambio tecnológico que impactan sobre la dinámica de creación y destrucción de empleos. A ello habrá que sumarle los cambios medioambientales y las trasformaciones políticas en el plano internacional que permanentemente modifican las características de la globalización.

Ahora bien, cuando nos centramos en  revisar algunos postulados de las teorías clásicas que reivindican al cambio tecnológico por su contribución al crecimiento y el desarrollo en el largo plazo, efectivamente se puede observar que durante el siglo XX los avances tecnológicos explican el crecimiento de las economías más desarrolladas, principalmente la de los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, en lo que va del siglo XXI va teniendo lugar un nuevo proceso que efectivamente está configurando una novedosa fisonomía, diferente a la de la era industrial, en donde el uso masivo y la difusión de las nuevas tecnologías está impactando en los procesos y las características de creación y destrucción de empleos, con consecuencias todavía de difícil valoración cualitativa y cuantitativa. 
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) impulsó “La iniciativa del centenario relativa al futuro del trabajo”, desde donde viene manifestado las preocupaciones sobre el denominado paradigma digital, que por un lado viene a potenciar la denominada productividad de las empresas, pero a la vez amenaza con reemplazar lisa y llanamente la mano de obra humana. Ha sido la OIT quien ha impulsado una reflexión de alcance mundial sobre el futuro del trabajo y –en una reciente investigación– ha reconocido que: “el cambio tecnológico es un proceso complejo, incierto y en absoluto lineal, que produce tanto fases de destrucción como de creación de empleos, que no sucede de manera automática ni homogénea, y está condicionado por fuerzas económicas, políticas, sociales y culturales” (OIT, 2015).


Otra amenaza visible es la tendencia hacia procesos de desregulación laboral, como ya ha sucedido en las anteriores versiones del neoliberalismo, en donde la tercerización, la flexibilización y la precarización han vuelto a cobrar impulso, fragmentando y polarizando el mundo laboral entre los trabajadores ultracualificados que pueden y podrán acceder a empleos de calidad en los nuevos sectores dinámicos o en las ocupaciones que generan las nuevas tecnologías y, en la otra punta, un vasto y cada vez mayor universo de trabajadores de bajas calificaciones, subempleados o desempleados, acechados permanentemente por la inestabilidad, la precarización y las bajas remuneraciones.

En conclusión, el  mundo experimenta cambios sociales, políticos, tecnológicos y económicos constantes, algo que se ve reflejado en nuestro día a día y también en el mundo laboral, donde cada vez se demandan nuevos perfiles asociados a unas competencias profesionales específicas (ser innovador, creativo, tener buenas habilidades sociales, trabajar de forma remota, ser resiliente, tener habilidad con las nuevas tecnologías...), aspectos que en el siglo XIX no se daban ni tan si quiera se podía imaginar en aquellas jornadas interminables. 



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